El sistema de confianza política en la alta función pública
"La
libre designación y cese supone, ni más ni menos, que el ejercicio de
las funciones inherentes al cargo se realiza, por el designado, como una
prolongación de la voluntad del designante"
(Luís Morell Ocaña, "El sistema de la confianza política en la Administración Pública", Madrid, 1994)
Hace
veinte años el profesor Morell Ocaña escribió una sólida monografía que,
con una orientación jurídica, ponía de relieve el crecimiento inusitado
del sistema de confianza política en las Administraciones públicas. Si
viera cómo ha evolucionado el problema se alarmaría. La "metafísica de
la confianza", como acertadamente la calificó Francisco Longo, todo lo
anega en la alta administración y en cualquier nivel de gobierno o de su
sector público. Quien piense que va a "regenerar" algo manteniendo la
actual presencia de este modelo o es un ingenuo o, más bien, un
mentiroso compulsivo. La multiplicación de este fenómeno se produce en
todas las estructuras de gobierno, sin apenas excepción. Los estudios
sociológicos son casi inexistentes, solo hay intuiciones (o algunas
evidencias), aunque en algunos casos, como es la administración local,
algunos datos objetivos se han publicado en los últimos años (ver, por
ejemplo, el libro de Antonio Serrano sobre la confianza política en la
administración local).
Algo
falla en la alta función pública cuando la inmensa mayoría de sus
puestos de trabajo se cubren por un sistema de provisión alejado de los
parámetros básicos de profesionalidad que, en virtud de ese
distanciamiento burdo, el legislador viene calificando tradicionalmente
de excepcional. Confianza y profesionalización son dos conceptos que
conjugan mal entre sí. Si impera uno, el otro cede. La libre
designación, cuando no el libre nombramiento (y por tanto el libre
cese), se ha transformado, salvo excepciones singulares, en el sistema
ordinario de provisión de puestos directivos y de la alta función
pública.
Así, no
cabe extrañarse de que la institución de función pública haya sufrido un
proceso de debilitamiento extraordinario en los últimos decenios. En
sus puestos estratégicos está capturada por la política y ello tiene
consecuencias serias sobre la propia administración pública y el
correcto funcionamiento de sus sistemas internos de control. Esto lo
ponía de relieve un artículo publicado por el escritor Muñoz Molina
recientemente y que tuvo un impacto notable en las redes sociales.(ARTÍCULO).
Comparto en algunas cosas su diagnóstico, pero me alejo en otras. El
mérito en el acceso a la función pública se ha cumplido en muchos casos y
orillado en otros tantos. Todavía hoy se incorporan legiones de
empleados públicos a algunas administraciones públicas (e incluso a
"entes reguladores") como interinos o laborales temporales sin ningún
proceso selectivo. Ya se aplantillarán cuando sea menester.
De
nada han servido las modestas pretensiones del legislador básico de
introducir tímidamente la figura de la dirección pública profesional.
Los distintos niveles de gobierno no se han dado por enterados. La
preferencia política (de una política de vuelo raso que todas y cada una
de las fuerzas políticas comparten sin excepción alguna) es la de
disponer de los cuadros directivos y de mando a su antojo para que
sirvan de correa de transmisión y pongan las menores trabas posibles en
la ejecución de sus mandatos. Es el viejo sistema de botín que relatara
Max Weber, al que se apuntan todos, sean de un color o de otro y se
encuadren en cualquier lugar del espectro político. El historiador
François Furet expuso con claridad cómo los revolucionarios franceses en
la etapa de la convención tomaron por asalto la administración pública.
Lo mismo se produjo en otros procesos del mismo cariz. Las depuraciones
del nacionalsocialismo y del franquismo fueron innumerables en la
función pública. Izquierda y derecha, nacionalistas y no nacionalistas,
comparten ese mismo esquema de pobreza institucional. Al menos mientras
no se demuestre lo contrario.
Es
más, las pocas leyes que se han aprobado de desarrollo del EBEP caminan
por la senda del viejo modelo de confianza. La ley de ordenación y
gestión de la comunidad valenciana apostó por desfigurar la figura del
directivo público y establecer por ley que los puestos de jefatura de
servicio se cubrirían por libre designación. La ley de empleo público de
Castilla La Mancha sí que reguló la figura del directivo público, pero
su sistema de provisión lo enmarcó en la libre designación. La reciente
ley del principado de Asturias (aunque crea la figura del directivo) en
nada mejora el estado de cosas existente. Todo lo fía al desarrollo
ulterior. La excepción más singular siempre ha sido la administración
vasca, con una presencia (hasta ahora) muy limitada de la libre
designación y racionalmente aplicada.
Los
puestos de libre designación proliferan por doquier. Hay alguna
Comunidad Autónoma que solo en los puestos del grupo de clasificación A1
contabiliza más de 1.400 puestos de libre designación. En otras se
cuentan por centenares. En la Administración General del Estado los
puestos de libre designación también superan con mucho los cuatro
dígitos. No digamos nada en las entidades locales. Si alguien hiciera un
estudio en el que se cuantificaran los puestos de libre designación en
nuestro sector público, fácilmente llegaría a la conclusión que son
varias decenas de miles (si no son más) los puestos que en las
administraciones públicas se cubren a través de esta vía. ¿Pregúntense
por que extrañas cloacas se ha extraviado el sistema de mérito?
Pero
la cuestión no es cuantitativa, sino cualitativa. La alta
administración en nuestro sector público está colonizada por este
sistema de provisión discrecional, donde el mérito se arrincona y el
favor se multiplica. Su crecimiento también se ha debido al pésimo
diseño institucional que presenta el concurso como sistema de provisión y
a su burocrática aplicación, así como a su indudable rigidez, donde en
muchos casos termina imponiéndose una concepción meritocrática rancia
basada en la antigūedad y en la acumulación de méritos formales. Una
concepción maniquea entre la discrecionalidad y la meritocracia vacía.
Siempre en los extremos y sin matices. Así nos va.
Lo
más sorprendente es que en este complejo contexto en el que desarrollan
sus funciones tanto la actividad política como las propias
instituciones, nadie, absolutamente nadie, desde ningún nivel de
gobierno haya lanzado un programa de fortalecimiento institucional de la
función pública que erradique la discrecionalidad y asiente la
profesionalización a través de la libre concurrencia y la acreditación
de competencias vinculadas al mérito y la capacidad. En esto estamos más
lejos de los sistemas administrativos de las democracias avanzadas que
muchos países en vías de desarrollo.
Nada
cabe extrañarse ante esta ausencia. En un país con fuerte subdesarrollo
institucional, en el que proliferan los puestos de confianza política
tanto en la alta administración, como en el personal eventual o en la
alta función pública, todas las fuerzas políticas están esperando el
momento de su acceso al poder (sea cual fuere el nivel de este) para
entrar en el reparto, colonizar y ocupar con sus respectivas clientelas
todo ese nivel estratégico en los respectivos niveles de gobierno.
Se
barruntan tiempos de cambios políticos y de fragmentación, así como de
una más que previsible ingobernabilidad. En este complejo escenario, la
entronización de la libre designación que están llevando a cabo el
legislador estatal (véase la ley 15/2014), las leyes autonómicas ya
citadas, algunas otras en proceso de elaboración o las pésimas prácticas
de los diferentes niveles de gobierno, darán como resultado que quienes
asuman el poder (coaliciones multicolor) se dedicarán a "cambiar
cromos" y removerán radicalmente de los puestos estratégicos de sus
distintas administraciones a los actuales funcionaros ("amigos de los
otros", dirán) para sentar en ellos a sus "amigos políticos". Política
sectaria en clave schmittiana ("amigos/enemigos").
Los
resultados de tan zafia operación los iremos viendo con el paso del
tiempo. Serán nefastos. Pero que no protesten quienes ahora ejercen el
poder en uno u otro nivel de gobierno. Tiempo tuvieron, no precisamente
poco, de cambiar las reglas de juego, y nada hicieron para remediarlo.
Bajo ese prisma, desahuciada por la política, abandonada por los agentes
sociales que solo miran por los instalados y sus ventajas competitivas e
ignorada por la ciudadanía, la institución de función pública irá
muriéndose gradualmente hasta que algún día, tal vez remoto, alguien con
sano juicio, visión estratégica y con liderazgo suficiente, se plantee
su refundación. Mientras ello llega, esperen lo peor.